jueves, 18 de marzo de 2010

Extracto "Recuerdos y Reflexiones de una mujer Aria" por Savitri Devi

Si tuviera que elegir un lema, sería este: “Puro, duro, seguro”, —en otras palabras: inalterable. Este sería el ideal de los fuertes, a quien nadie abate, nada corrompe, nada hace cambiar; de los que se puede esperar la unión con lo eterno, porque su vida es orden y fidelidad.

¡Oh, tú que exaltas la lucha sin fin, aunque sea sin esperanza, únete a lo que es eterno! Lo único que existe es lo eterno; lo demás no es más que sombra y humo. Ningún individuo, hombre o bestia, ningún grupo de individuos, ningún pueblo merece que te inquietes por él en sí; cada uno de ellos, por el contrario, en tanto que reflejen lo eterno, merecen que te consagres a ellos hasta el límite de tu capacidad. Todos los seres y grupos naturales de seres reflejan lo eterno más o menos. Lo reflejan en la medida que se aproximen, en todos los planos, al arquetipo de su especie; en la medida en que lo representen de una manera viva. Quienes no representan más que sí mismos, aunque sean de los que hacen o deshacen la historia y cuyos nombres relumbran a lo lejos, no son más que sombra y humo.

Tú que exaltas la imagen del peñasco solitario expuesto a todos los asaltos del océano —batido por los vientos, batido por las olas, golpeado por el rayo y las tempestades, siempre cubierto de furiosa espuma, pero siempre enhiesto, milenio tras milenio—; tú que querrías poder identificarte con los hermanos en la fe, con el símbolo tangible de los fuertes, hasta el punto de exclamar: “¡Somos nosotros! ¡Soy yo!”, libérate de estas dos mortales supersticiones: de la búsqueda del “bienestar” y de la inquietud por la “humanidad” -o guárdate de caer en ellas si los dioses te han dado el privilegio de ser desde tu niñez puro y libre.

El bienestar -que, para ellos consiste en su expansión natural, sin obstáculos; en no tener hambre, ni sed, ni frío, ni demasiado calor; en poder vivir libremente la vida para la que han sido hechos; y en ocasiones, para algunos de entre ellos, también en ser amados-, debería ser otorgado a los seres vivos que no poseen el don de la palabra, padre del pensamiento. Es una compensación que les es debida. Contribuye con todo tu poder a asegurársela. Ayuda a la bestia y al árbol, -y defiéndelos contra el hombre egoísta y cobarde.

Da una brazada de hierba al caballo o al asno extenuado, un balde de agua al búfalo que se muere de sed, uncido como está desde el despertar del día a la pesada carreta, bajo el cielo ardiente de los trópicos; da una caricia amistosa a la bestia de carga, cualquiera que sea, a la que su amo trata como si fuera una cosa; alimenta al perro o al gato abandonado que vagabundea en la ciudad hostil o indiferente, no encontrando jamás un amo; coloca para él un plato de leche en el borde del camino, y acaríciale con la mano si te lo permite. Lleva la verde rama, arrancada y arrojada a la polvareda, a tu casa, a fin de que nadie la aplaste, y ponla en un vaso de agua; está viva y también tiene derecho a tus cuidados. No tiene otra cosa que la vida silenciosa.

Ayúdales a gozar de la vida. Vivir es para todos los seres a los que la palabra no ha sido dada, la forma de estar en armonía con lo eterno. Y vivir, para estas criaturas, es la felicidad. Pero los que poseen el don de la palabra, padre del pensamiento, y, entre ellos, los fuertes sobre todo, tienen otra cosa que hacer que buscar ser “felices”. Su tarea suprema consiste en reencontrar esta armonía, ese acuerdo con lo eterno del cual la palabra parece haberles privado; consiste en ocupar su lugar en el concierto universal de los seres vivientes con todo el enriquecimiento, con todo el conocimiento que la palabra puede aportarles o ayudarles a adquirir; consiste en vivir, como los seres que no hablan, según las leyes santas que rigen la existencia de las razas, pero, en su caso, consciente y voluntariamente. El placer o el desagrado, la felicidad o la inquietud del individuo no cuentan. El bienestar —más allá del minimum que necesita cada uno para cumplir su tarea—, no cuenta. Sólo cuenta una tarea: la búsqueda de lo esencial, de lo eterno, a través de la vida y del pensamiento. Únete a lo esencial, a lo eterno. Y no te preocupes jamás de la felicidad (ni de la tuya ni de la de los demás); cumple tu tarea, y ayuda a los otros a cumplir la suya, siempre que la de ellos no contradiga a la tuya.

Aquel que posee el don de la palabra, padre del pensamiento, y que, lejos de ponerla al servicio de lo esencial, la derrocha en satisfacciones personales; el que posee la técnica, fruto del pensamiento, y la utiliza sobre todo para acrecentar su bienestar y el de otros hombres, antes que para la tarea mayor, es indigno de estos privilegios. Él no vale lo que los seres bellos y silenciosos, el animal, el árbol, los cuales sí siguen su vía. Quien se sirve de los poderes que le confiere la palabra y el pensamiento para matar y para hacer sufrir a los bellos seres que no hablan, por su propio bienestar o el de otros hombres; quien se sirve de los privilegios de ser hombre contra la naturaleza viviente, peca contra la madre universal —contra la vida— y contra el orden, que exige el principio de “nobleza, obliga”. Quien así actúa no es uno de los fuertes; no es un aristócrata en el sentido profundo del término, sino un mezquino, un egoísta y un cobarde que repugna a la elite natural.

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